domingo, 20 de julio de 2008

Tres Hermanos



Juan Carlos Daroqui nació en Bolívar (Pcia de Bs. As.) el 5 de noviembre de 1946. Fue el mayor de seis hermanos, él junto con Jorge Arturo y Daniel Alberto están desaparecidos desde el año 1977. Como bancario su padre Carlos residió, junto a su familia, en varias ciudades de la provincia de Buenos Aires, hecho por el cual Juan Carlos concurrió a distintos colegios primarios y secundarios de esas ciudades. las primeras letras que leyó fueron A.C.A., un analista pedagógico podría afirmar que desde pequeño era muy curioso y observador, y así lo fue en sus escasos 30 años de vida. El bachillerato lo culminó en la ciudad de Chivilcoy, donde hizo grandes amigos, con quienes se trasladó a la ciudad de La Plata para dar inicio, en el año 1965, a sus estudios universitarios. Quizá porque su abuelo paterno, Carlos Daroqui, fuera un fuerte referente, eligió la carrera de medicina. Fue en Bolívar, donde su abuelo ejerció la medicina hasta su muerte, y de quien Juan Carlos y sus hermanos, desde muy pequeños, se nutrieron de fértiles ideas políticas y filosóficas, eran frecuentes, por no decir que eran rutinarias, las conversaciones que se prolongaban en la sobremesa. Los temas siempre rondaban sobre los desposeídos y las injusticias sociales y el diálogo profundizaba en los distintos modos o maneras que impulsaran un cambio en el escenario político argentino. Asimismo, la austeridad y la honestidad de esa larga vida fueron un ejemplo y modelo y que crearon en Juan Carlos y en sus hermanos esas primeras inquietudes políticas y su firme y posterior compromiso en la lucha a favor de los desposeídos. Con el golpe de 1966 del general Onganía se da inicio a la llamada “revolución argentina”, otro período de dictaduras hasta 1973. Es al comienzo de esa etapa de efervescencia cuando Juan Carlos comienza activamente su militancia política y se incorpora orgánicamente a la corriente del peronismo revolucionario encabezada por Gustavo Rearte. Su fuerte y firme compromiso militante desplaza su anterior objetivo profesional, convertirse en médico. Trabaja en el Colegio Nacional de la UNLP como preceptor y desarrolla además actividad gremial. En el año 1974 es el responsable de la regional La Plata del Movimiento Revolucionario 17 de Octubre y más tarde se traslada a la Capital Federal, encargado de dirigir la regional porteña de la organización. Cacho Daroqui fue uno de los más notables cuadros surgidos del MR17. Audaz en la acción, talentoso en el ejercicio político, de gran sensibilidad popular, con mucha calle y mucho barro encima, tenía eso que llaman carisma y se hubiera destacado en cualquier actividad de la vida como se destacó entregado a la militancia revolucionaria. “Joaquín” también anduvo dando batalla por Córdoba, ya como integrante de la dirección nacional de la organización (en julio de 1975 el MR17 se fusionó con el Frente Revolucionario Peronista bajo la sigla FR17). A Juan Carlos la pasión lo consumía; en el amor era, de la pareja, el más sufrido; no destacaba por sus habilidades manuales -según cuenta Raúl, su ahora único hermano varón, la colocación de un simple clavo era un operativo que debía ser minuciosamente planificado. Con el tiempo fue domando sus manos y hasta llegó a ejercer como pintor de brocha gorda con resultados aceptables. Cuando recordaba era hincha de Ríver. Jugando al fútbol, pese a su cortedad de vista y gracias a sus buenos reflejos, los amigos cuentan que “El Loco” ofrecía seguridad como arquero. Ya instaurada la última dictadura, su compañera fue detenida y alojada en la cárcel de Villa Devoto. Se consolaba tocando la guitarra y cantando tristes rancheras mejicanas. No podía visitarla por obvias razones de seguridad, pero hacía lo imposible para comunicarse con ella. Entre otras ocurrencias, probó a enviarle este telegrama con remitente falso: Cumita: Felicidades cumpleañera romántica/ mi regalo no lo había mirado/ y nuestros pasos sonaban juntos/ no la había escuchado y su voz iba llenando mi mundo/ y hubo un día de sol y mi alegría en mí no cupo/ sentí la angustia de cargar la nueva soledad del crepúsculo/ y mi dolor bajo la noche negra entró en su corazón/ y vamos juntos (10/11/1976). Ella pasó años presa y lo recuerda así: ¿Cómo era Juan Carlos? ¿Cómo atreverme a hablar de cómo era 30 años después? Conocí a Juan Carlos cuando él tenía 27 años, compartimos dos años de nuestra vida. Dos años vividos intensamente, plenamente, como todo lo que hacíamos hace treinta años, nosotros y tantos compañeros. Era tiernamente exigente. La exigencia para con los demás y para consigo mismo, le llevaba a permanentes autocríticas. Era profundo en su análisis político e ideológico. Su comportamiento tenía que estar acorde con su pensamiento. Todo lo envolvía con afecto, con comprensión y con un humor indescriptible. Quería llevar en la práctica la idea del Hombre Nuevo. Era vital y pasional en lo que hacía. La admiración y amor por su abuelo le llevó a continuar profundizando en los estudios de medicina, pero por su cuenta. Hoy pienso que se adelantó a su época. Estaba convencido de que la medicina era social y sus contenidos socializables. Que todos podían estudiar, ser posibles sanadores, y cuestionaba el poder de la información que tenían los médicos. Amaba a sus hermanos y hermanas. Hablaba con gran admiración de Raúl y de su cuñado Luís. Aunque quizás con su implicación y compromiso de entrega en la militancia no pudo desarrollarlo, estaba pendiente del proceso de crecimiento de sus hermanos menores, Daniel y Matilde. En sus relaciones con los compañeros, trasladaba algunas relaciones familiares, tenía una “madrecita” a quien cuidaba y quería. En aquellos momentos la familia eran los compañeros, con quienes se compartía todo. La madrugada del 12 de setiembre de 1977, un amplio dispositivo militar (los vecinos hablan de 100 efectivos) de desplazó a Tabaré 2774, en el barrio porteño de Villa Soldati. Los represores ametrallaron la vivienda, un departamento, mataron a Osvaldo Rubén Spossaro y secuestraron a Juan Carlos, quien intentó suicidarse hiriéndose en la yugular, (testimonio de Lucía Spossaro, a quien secuestraron estando embarazada y dejaron en libertad a los tres días). Delia Barrera, sobreviviente del CCD Club Atlético, en su testimonio relata que lo vio en ese campo, un día cuando el represor Poca Vida los sacó a todos de sus “celdas” e hizo cantar a Juan Carlos y a Noel Hugo Clavería, “El Meta”, tocar la guitarra, mientras torturaban a otro compañero. Lo que no pudieron lograr los represores fue sacarle a Juan Carlos información alguna que les facilitara proseguir su infame cacería de valientes. Los hilos de esta Historia de Vida de Juan Carlos fueron entrelazados por las manos de Raúl, Matilde y María Julia, sus hermanos, por Eduardo Gurrucharri, su compañero de militancia en el MR17 y por su compañera Cumita.

Tres Hermanos



Jorge Arturo Daroqui nació en Bolívar (Pcia. de Buenos Aires) el 21 de febrero de 1952, y fue secuestrado junto a su hermano Daniel Alberto en la Jefatura de la Policía Federal en Capital, el 15 de julio de 1977, cuando iba a retirar su pasaporte, ambos continúan desaparecidos. En el mes de setiembre de ese mismo año, un operativo militar secuestra y desaparece a su hermano mayor Juan Carlos.
Fue el cuarto hijo de seis hermanos, su padre Carlos, como bancario, ejerció su actividad laboral en varias ciudades de la Provincia de Buenos Aires. Particularmente, Arturo -así lo llamaban en el núcleo familiar-, pasó largas temporadas con su tíos maternos quienes residían en Bahía Blanca y en Tornquist, estas estancias lejos de su familia , muchas veces, servían como blanco de bromas por parte de sus hermanos, ya que, en los habituales y crueles juegos infantiles, deslizaban la posibilidad de que fuera hijo adoptivo. No obstante, Arturo desde muy pequeño mostró una sólida y fuerte personalidad, su siempre oportuno humor revertía esas inocentes “maldades” de un modo alegre y divertido.
Una vez, al regreso de esos meses en la casa o en el campo de sus tíos, Arturo había crecido tan prodigiosamente que los pantalones cortos ponían en evidencia el abrupto cambio operado, había pasado de la infancia a la adolescencia en un solo verano. Esa figura alta, delgada y desgarbada se convirtió en su principal característica física, junto a la belleza varonil y perfecta que portaba. María Julia, su hermana mayor, recuerda todavía con asombro y con un placentero orgullo que sus compañeras de facultad se disputaban estudiar con ella sólo para poder estar cerca de su “hermanito menor”. Quizá, también su atractivo físico así como su explosiva y radiante personalidad contribuyó a que conformara pareja siendo muy joven, más aún se casó dos veces. Con su última compañera tuvo la dicha de ser padre, resultaba fascinante verlo dedicado a brindar todo su amor por su hija Camila, a quien pudo disfrutar tan sólo catorce meses.
En 1968 Dora y Carlos, sus padres, se trasladaron a la ciudad de La Plata, allí, Arturo terminó la secundaria y comenzó estudios universitarios. Para ayudarse económicamente y quizá para comenzar desde muy joven su independencia trabaja como personal no docente en la UNLP. En poco tiempo, como era de esperar por su solidaria personalidad, es elegido delegado gremial . Así da inicio su compromiso político, asiste a la recepción de Perón en Eseiza, participa de pintadas por la ciudad, y es un convincente orador. Milita en MR17. En el año 1975 dos brutales episodios preanunciarían -sin que fuera posible leer el horror de esos signos-, la colosal herida que nos acompaña a la familia hasta el presente. Una bomba en el garaje de la casa de Carlos y Dora y los secuestros de Arturo, Rut, su esposa/compañera (embarazada) y Daniel, su hermano menor. Transcurren casi tres semanas llenas de diligencias en comisarías, abogados y jueces hasta que Arturo, Daniel y Rut quedan en libertad. Resulta angustioso y doloroso describir sus estados físicos, pero es quizá más desolador y desgarrante recordar sus miradas y su silencio. Habían sido salvajemente torturados y ninguna palabra salía de sus bocas. Sólo esas miradas llenas de horror, junto a una profunda e irreversible tristeza.
Ambos hechos, sumados al Golpe de Estado en marzo de 1976, deciden la mudanza a Buenos Aires de toda la familia. Así como también, se aceleran los planes de viajar a España de Arturo y Rut, quienes en el mes de mayo, se convierten en jóvenes y felices padres. Llega Camila y con ella la hermosa cara de Arturo se ilumina nuevamente. Daniel, entusiasmado, planifica su partida junto a ellos. Para emprender vuelo y nueva vida, resta poner en orden los papeles. El pasaporte de Arturo tiene una “leve traba”: “su fotografía salió mal” -dicen en el Departamento de la Policía Federal en Buenos Aires-. Para continuar con el trámite, cauteloso, Carlos, su padre, acude a la ayuda de un primo hermano, quien para entonces era comisario jubilado de la Policía Federal. El 15 de julio, acompañado de su tío Vicente y de Daniel, Arturo se presenta en el Departamento Central de la Policía Federal, sección pasaportes, con el objetivo de dar solución a dicha “traba” y poder viajar a España para reunirse con Rut y Camila. Una distracción a Vicente, y la solicitud de que Arturo se sacara nuevamente la fotografía fuera del edificio completaron la trampa perfecta. Es la última imagen que nos queda de ambos, -testimonia Vicente, primero a la familia, luego en 1984 en la CONADEP- Arturo y Daniel salen confiados. Fueron secuestrados y siguen todavía DESAPARECIDOS. Sobrenombres: en el ámbito familiar “Gallego”, en la militancia “Maco”.
Su compañera y madre de su hija Camila escribe:
Febrero 1975.
Congreso del MR17 en una casa en las afueras de La Plata. Quizás entre 6 ú 8 compañe@s formábamos el grupo de apoyo, escenografía, seguridad, tranquilidad. No nos conocíamos, cada uno venía de distintas zonas. Hacía calor, teníamos una pileta dónde bañarnos y jugar y un asado por hacer. Dentro de la casa, nuestros compañer@s discutían, establecían líneas de acción. Nos faltaba Gustavo (Rearte). Hacía poco y mucho tiempo que había muerto. Maco (Arturo) era el más alto, el más risueño, el más guapo y sus ojos hablaban y sus manos se reían y su boca prometía mundos mejores. Jugando en la pileta, nuestros ojos se cruzaron y yo imaginé un mundo junto a él. En el transcurso de la semana siguiente, ya de regreso en mi casa y mi lugar de militancia, me enteré que (con las mismas palabras), mis ojos también le habían prometido cosas. Tres semanas después venía a buscarme desde La Plata a Palomar en su moto, que por cierto se rompió y hube de esperarlo más de 2 horas en la estación de tren. Yendo y viniendo, en poco tiempo decidimos compartir nuestros días, y lo hicimos en la casa en la que nos habíamos conocido, compartiendo el alquiler con otro compañero y con las visitas cada vez más frecuentes de su hermano pequeño, Daniel. Esto era julio. En octubre, una semana después de confirmar nuestro elegido embarazo, allanan nuestra casa, nos secuestran a los 4 y tres días después nos reconocen en una comisaría de La Plata. 19 días y después de una visita al juez, sin cargos probados pero con la causa abierta, salimos. A pesar de la tortura mi embarazo sigue adelante y dos meses después del golpe, nace Camila, con los mismos ojos, la misma sonrisa y la misma alegría de Arturo. Trabajábamos, andábamos con muchos cuidados, las medidas de seguridad eran cada vez más endebles, cambiábamos de domicilio. A Camila, bebé, se le encendía la carita de alegría cada vez que nos veía. Yo había superado la tortura, viéndola, teniéndola, pero también empezaba a sentir miedo. Empezamos a hablar de la posibilidad de irnos un tiempo a España, allí teníamos amigos que nos esperaban. Hacíamos planes con Daniel, él quería venir con nosotros. Lo teníamos claro, tramitamos los pasaportes, vendíamos nuestras pocas cosas. Sólo faltaba el pasaporte de Arturo. Una "visita" policial en casa de mis padres precipitó mi partida con Camila. Cambiamos el orden de las valijas. "Si hay algún problema, te vas a Brasil, y después vemos", fue lo que le dije en Aeroparque, después de nuestro último beso, cuando nos acompañó al irnos a España, vía Uruguay. Fue mi mamá, por teléfono, la que me tuvo que decir lo que les había pasado en el Departamento de Policía a Arturo y Daniel el 15 de julio de 1977.
Camila no hablaba, pero durmiendo llamaba a su papá.
Sólo él supo cuánto lo quise.
Sólo él no supo que su hija tiene sus ojos y su sonrisa.
Sólo él no supo cuánto tiempo su risa me acompañó.
Aún la tengo

Tres Hermanos



Daniel Alberto nació en Bolívar (Pcia de Buenos Aires) el 11 de febrero de 1954. Fue el quinto de los seis hijos que tuvieron Dora y Carlos Daroqui. Fue secuestrado el día 15 de julio de 1977 en el Departamento Central de la Policía Federal en Buenos Aires, cuando acompañaba a su hermano Jorge Arturo, quien iba a subsanar, según reclamaron los agentes de la sección pasaportes, un defecto en su fotografía. Daniel ya contaba con su pasaporte, pues junto con su hermano Jorge Arturo y la compañera e hija de éste pensaban radicarse en España. Junto con su hermano mayor, Juan Carlos, Daniel fue el hijo que permaneció en la casa paterna en su infancia, adolescencia y primeros años de su juventud. Contaba con sólo 23 años cuando fue secuestrado/desaparecido. Los otros cuatro hermanos pasaron largas temporadas en casa de sus abuelos y de su tía materna, por lo tanto, Daniel siempre fue el benjamín de la familia. Los distintos traslados de sus padres por ciudades de la Provincia de Buenos Aires llevó a Daniel a cambiar de escuelas y colegios tanto en la primaria como en la secundaria. Terminó su bachillerato en la ciudad de La Plata e inició sus estudios universitarios en una carrera que lo apasionaba: arquitectura. En el año 1975, dos cruentos episodios marcan el destino de Daniel: una bomba estalla en el domicilio de sus padres, así como cuando él, junto a su hermano Jorge Arturo y su cuñada Rut, son secuestrados y retenidos por veinte días. Las brutales y salvajes torturas que debió padecer en su cuerpo y mente trasformaron a Daniel en un joven aún más reservado de lo habitual, junto a una profunda tristeza que nublaba su mirada. Por consenso familiar, todos se trasladaron a vivir a Buenos Aires, Daniel debió abandonar su carrera y se puso a trabajar con su moto como mensajero para el diario Clarín, hasta que comenzó a planificar el deseado viaje a España. Ese otro lugar lleno de promesas. Sobre sus travesuras y hobbies… Hay cientos de imágenes de Daniel, “el Hippie”, como cariñosamente lo llamamos cuando empezó su adolescencia, pero hay algunas que suelen ser recurrentes y en este relato de su historia de vida varias de ellas nos avivan el recuerdo: La primera, porque se remonta al año 1958, en Monte Hermoso, el lugar de vacaciones que eligieron nuestros padres para pasar ese verano. En ese entonces éramos cinco hermanos, y Daniel era el benjamín de la familia, contaba con sólo 4 añitos -Matilde, la hermana menor, nacerá en diciembre de ese año. Por ser el más pequeño, los mayores procurábamos no sacar el ojo de sus continuos movimientos en la playa. Eso sí nunca se acercaba al agua porque le temía. En un descuido dejamos de ver a Daniel, empezamos a buscarlo, recorrimos esa inmensa y poco y nada habitada playa, gritamos su nombre con todas nuestras fuerzas, pero era inútil, Daniel no aparecía, así pasaron horas y horas. Debe haber sido tanta la desesperación que la memoria registra la angustia de su ausencia por espacio de toda una noche -Raúl afirma que sólo la desolación duró unas cuantas, pero angustiosas horas. Lo que sí registra la memoria con nitidez es el momento cuando vimos a Daniel de la mano de un señor quien nos dijo que lo había encontrado dormido entre los médanos. La segunda, corría el año 1960. Como nuestro padre era bancario lo destinaron como gerente en Salliqueló, un pueblo de la Pcia. de Buenos Aires, ya instalados, un día sentimos un grito, era Daniel, quien desde las altura nos saludaba. Estaba subido al molino de agua, su altura era tan inmensa como la desesperación por hacerlo bajar. Juan Carlos, el mayor, y auxiliado por Raúl, lo rescataron de esa peligrosa aventura. La tercera fue en el año 1963, era el tiempo de los carnavales y a nuestro padre lo habían destinado a la ciudad de Chivilcoy. La casa del gerente de Banco tenía dos plantas, pero de techos altos, así que podemos pensar que la azotea estaría como en el cuarto piso de un edificio actual. Daniel secundaba a sus hermanos mayores en el juego de agua, y lo hacían desde la azotea. Sólo que Daniel mucho más atrevido desafiaba la ley de gravedad, la sorpresa fue cuando lo vimos saltar, sonriente, de una azotea a otra. La última y muy dolorosa imagen es el reflejo de los hermosos ojos de Daniel cruzados por el terror y la honda tristeza, ocasionados por la brutalidad de los criminales y torturadores que descargaron la mayor de las crueldades contra él, el día cuando lo secuestraron junto a su hermano Jorge Arturo y su cuñada Rut. Era el año 1975. Entre los recuerdos, las fotografías nos ubican en un aquí y un ahora, ese tiempo que fija la imagen. “No son las fotos donde está Daniel a las que quiero referirme, -recuerda con dolor María Julia- en realidad son las fotografías que él tomaba. Porque Daniel tuvo un hobby: la fotografía. Al mirarlas lo que recupero es su modo de ver, el poder saber qué privilegiaban sus ojos, qué cosas le maravillaban y es, precisamente, en esas imágenes cuando Daniel vuelve a mí con sus deseos, sus sueños y su fructífera imaginación”. “La pasión por la arquitectura era su móvil, -rememora Matilde- se pasaban noches y noches junto a su compañera Taco, en una gran mesa especialmente diseñada para armar planos, hacían proyectos que eran grupos habitacionales. Su paciencia era infinita, se acompañaban escuchando radio -al negro Marthineiz- así desvelados, pero felices lograban culminar sus maquetas”. En La Plata el recuerdo de Matilde la lleva a las noches cuando veían por TV la serie “Los vengadores” y comían sin parar esas mandarinas que su madre ese mismo día había comprado en la feria. “Era introvertido y muy reservado, pero recuerdo que hubo una chica…” dice Matilde.

La vida de Norberto Hugo Palermo: un chico de Parque Patricios






Esta que les voy a contar es la historia de un chico de barrio, de Norberto, mi hermano, Beto como yo le decía. Es un relato corto, tan corto como fue su vida. Norberto nació en un barrio de la zona sur de la ciudad de Buenos Aires, justo donde Boedo termina y comienza Parque Patricios. Allí vivió siempre, hasta que un día se lo llevaron. No puedo saber de dónde, ni a qué hora, ni quiénes, ni por qué. Como tantos otros, un día no estuvo más. Esa condición no tenía nombre, no estaba muerto, ni en ningún lado, con el tiempo se dijo que estaba desaparecido. Con el tiempo supe que eran miles los que habían pasado por el mismo horror. Con el tiempo comprendí que nunca más iba a volver a verlo. Aunque les voy a contar una historia triste, tiene un comienzo muy hermoso. Al nacer, Norberto recibió el cariño de toda nuestra familia. Su llegada fue aguardada con enorme alegría. Nuestros padres, nuestros abuelos y hasta algunos bisabuelos lo esperaban. Era un bebé maravilloso, casi perfecto, sonreía, crecía sano y gordito. Tenía ojos marrones y cabello rubio. Era el primer hijo de una familia muy trabajadora de clase media. Nuestra mamá, Lydia, era ama de casa, y papá tenía dos empleos, trabajaba en un banco y, además, los fines de semana era referí de fútbol. Mamá amamantó a Norberto hasta que tuvo un año y medio. El bebé creció sano y fuerte; era muy simpático. Nuestros padres estaban felices y orgullosos. Nuestra casa era inmensa, con dos patios, tenía un fondo enorme. En el fondo había árboles muy altos, limoneros, naranjos, plantas con flores, varios gatos y tres gallineros repletos de gallinas y pollitos. En aquella casa, además de nuestros padres, vivían nuestros abuelos maternos y los abuelos de mi mamá, es decir, nuestros bisabuelos. Cuando Beto tenía nueve meses lo bautizaron en la Iglesia de San Bartolomé. Lydia, nuestra mamá, era una señora católica muy creyente, que solía ir a misa todos los domingos. Era un ama de casa perfecta, cocinaba maravillosamente, cosía, tejía y hasta sabía bordar. Antes del nacimiento de Norberto, mamá le había hecho a mano toda la ropa para el bebé, inclusive las sábanas de la cunita. Como Bruno, nuestro papá, tenía dos trabajos podía mantener a su familia sin problemas económicos y nos llevaba casi todos los años de vacaciones. Norberto conoció Mar del Plata siendo un niño de tan solo dos años. Allá por mediados de los años 1950, en este país, había trabajo para todos. Los papás se iban todo el día a sus empleos y la mayoría de las mamás se quedaban en casa. Sobre todo en un barrio como el nuestro. Cuando Norberto aún no había cumplido tres años, mamá quedó embarazada. En pocos meses nacería yo, su hermana, Silvia. Por ese entonces, Norbertito comenzó a ir de tarde a un jardín de infantes que había en la Iglesia de San Bartolomé, a muy pocos metros de casa. Como tenía anginas a repetición, con fiebre muy alta, apenas cumplió tres años lo operaron de la garganta. De todos modos, siempre en invierno tenía anginas, aún en la adolescencia. Cuando yo nací, Beto estaba bastante celoso. Un día, mientras mamá me daba de mamar, se escapó de casa, cruzó la calle solo y fue a comprar un chicle al kiosco de la esquina. Para ese entonces, Norberto tenía solo tres años, qué susto tan grande se llevó mamá. En esos tiempos, Beto hacía muchas travesuras. De enojado que estaba porque tenía celos debido a mi llegada al hogar, estando en la puerta de casa con mamá, una tarde de verano Norberto se peleó con la vecinita de al lado y le pegó. Nuestra madre se enojó mucho, lo retó e inmediatamente después de cenar lo mandó a la cama. Parece que esto a Norberto le afectó tanto que al otro día amaneció con fiebre. Mamá estaba muy preocupada, entonces pensaba “qué pena tanto enojo, si solo había sido una pelea entre nenes”. De a poquito, Norberto y yo nos hicimos amigos. Como era mi hermano mayor me cuidaba, me iba a buscar al jardín de infantes, a la casa de mis amiguitas y se enojaba si yo estaba en la puerta cuando los chicos del barrio jugaban a la pelota en la calle. Por supuesto, Beto jugaba con los demás pibes, como se acostumbraba por entonces, en la calle, de vereda a vereda. Un portón hacía de arco, al otro lo inventaban con 2 pulloveres viejos. Pero la hermanita, es decir yo, no podía estar presente, porque los varones decían malas palabras y las nenas no teníamos que escucharlas. Nuestra abuela paterna vivía a muy pocas cuadras de casa junto a una tía. La abuela y la tía tenían una perra, Trudy. Beto y yo la llevábamos a correr al Parque Patricios. Trudy era una boxer muy cariñosa, que solo respetaba las órdenes de mi hermano. No se por qué, él era el único que podía llevarla sin correa. La perra lo esperaba en la esquina para cruzar la calle y lo obedecía siempre. Un día, la abuela decidió regalarla, decía que Trudy rompía las plantas, que le daba mucho trabajo y que una familia muy conocida de ella se la había pedido. Aunque nos prometieron llevarnos a visitarla, no volvimos a ver a Trudy. Cuánto lloramos, principalmente yo. Norberto me consolaba diciendo que íbamos a ir a visitarla. No fuimos, pero sabíamos que Trudy estaba bien. La familia a quien la abuela se la regaló le daba mucho cariño. Por aquellos años, las escuelas no eran mixtas. Había escuelas de varones y otras, de mujeres. Por eso, Norberto y yo no compartimos las aulas. Él iba a la Escuela “República de Entre Ríos”, la Escuela Nº 23 del Distrito Escolar 6º, en la calle Boedo 1935. Comenzó a cursar la primaria antes de cumplir los seis años, era el año 1960. Fue al turno tarde hasta 3er grado y en 4º pasó a la mañana. En aquel tiempo, la escuela 23 era de jornada simple. Casi no había escuelas de jornada completa. En esa escuela que era solo para varones, Beto cursó los estudios primarios hasta 7º grado, terminó en 1966. Norberto era un buen alumno, aunque un poco travieso. A veces, lo ponían en penitencia, sobre todo cuando era chiquito, en los primeros grados. En 1º inferior y 1º superior tuvo como maestra a la Srta Edith. La señorita Edith era muy joven, linda y cariñosa. Un día, cuando mi mamá llegó en el horario de salida a buscarlo, Norberto estaba paradito con su valija de cuero marrón en la puerta de la Dirección. Lo habían retado porque le había pegado una patada al vecino de enfrente de casa. Cuánto se enojó mi mamá. Cómo se iba a portar mal en la escuela. Mi madre se puso furiosa y llamó a mi papá al banco para contarle. Ya no me acuerdo bien, pero creo que papá le restó importancia y dijo “son cosas de chicos”. Recuerdo también al maestro de 4º grado, el Sr Orfila. Mi mamá decía que era un docente de excelencia. El Sr. Orfila era un muchacho joven que estudiaba abogacía. Era un maestro muy afectuoso que se encariñó mucho con mi hermano. Cuando llegó el fin de ese año escolar, le regaló el libro Juvenilia con una dedicatoria que decía: “Quiero que lleves con Juvenilia un poco de esa cordialidad y simpatía que intentamos transmitir en un año de amistad escolar. A Norberto Hugo Palermo, con todo mi afecto”. Por último, la firma del maestro y el año. Corría entonces el año 1964. Desde pequeños, mi hermano y yo fuimos socios del Club Huracán. Chiquín, nuestro abuelo, era un hincha fanático. Norberto no se perdía un solo partido. Iba a la cancha con papá o lo escuchaba por la radio. Cuando Huracán ganaba, el abuelo, esa noche de domingo, nos compraba masitas para festejar. Alrededor del año 1965, se inauguró la pileta en la sede de Huracán. Con Beto pasábamos todas las tardes del verano en el natatorio. Hasta ese momento habíamos ido a la pileta del Parque Patricios, a la colonia, que solo funcionaba por la mañana. En esa época aprendimos a nadar. Norberto tenía un grupo de amigos del barrio con los cuales se encontraba en Huracán. También jugaban a la pelota en la puerta de casa, de vereda a vereda. En aquella época, los chicos y las chicas acostumbrábamos a estar en la calle, jugando a la escondida, andando en bicicleta y los varones jugaban a la pelota. Por la calle pasaban pocos autos y no era para nada peligroso. Cuando Norberto cumplió 12 años empezó la escuela secundaria, iba a la Escuela Nacional de Comercio Nº 5, en Entre Ríos e Independencia. Beto no se había destacado como alumno muy estudioso en la escuela primaria. Sin embargo, al ingresar a 1er. Año tuvo las mejores notas de todas las divisiones y lo pusieron en el Cuadro de Honor. Mamá desbordaba de alegría. Siempre le había dado mucha importancia a la escolaridad de sus hijos y quería que fuéramos los mejores alumnos. Norberto no se llevó ninguna materia hasta 4º año, estudiaba mucho y sacaba buenas notas. A partir de la adolescencia comenzamos a ser cada vez más amigos. Éramos muy compañeros, compinches, nos contábamos todos los secretos, nos cuidábamos y nos queríamos muchísimo. En 5º año, Norberto se llevó algunas materias a marzo. Fue un drama para mamá que no podía tolerar algo semejante. Beto comentaba risueño “estas materias no las apruebo hasta los carnavales del 95”. No fue así y rindió todo bien, con lo cual a principios de marzo de 1972 se recibió de Perito Mercantil. A los 15 años ya había empezado a trabajar, como empleado del negocio de un tío. Cuando Norberto terminó la secundaria, con 17 años recién cumplidos, se anotó en la carrera de Psicología, en la vieja Facultad de Filosofía y Letras de la calle Independencia. No estaba muy seguro de su elección y dudaba si prefería estudiar Sociología. Nuestros padres querían que siguiera Ciencias Económicas y no estuvieron de acuerdo con la carrera que Beto había elegido. Huracán que, por aquel entonces, era un prestigioso equipo de Primera División, en 1973 salió campeón del Torneo Metropolitano. Papá y Norberto viajaron a Rosario para ver el partido entre Rosario Central y Huracán. Qué triunfo! Huracán ganó 5 a 0. Cuando terminó el campeonato, la calle Caseros era una fiesta. Durante una semana, hubo marchas, festejos, con banderas y cánticos. Beto fue todos los días, con papá y alguna vez recuerdo haberlos acompañado. Mi hermano y yo nos llevábamos cada vez mejor. Éramos dos adolescentes rebeldes de los años 70, escuchábamos a Los Beatles, a Daniel Viglietti, a Joan Manuel Serrat, la Cantata de Santa María de Iquique de Quilapayún. Al mismo tiempo leíamos los libros del Che Guevara. Soñábamos con la revolución socialista, admirábamos a Salvador Allende y durante días y días marchamos por las calles de Buenos Aires para demostrar nuestra solidaridad con el pueblo chileno cuando el 11 de setiembre de 1973 fue el golpe de estado de Augusto Pinochet. Norberto no se dedicó demasiado a estudiar, comenzó a trabajar en la empresa Bunge y Born como cadete. A los 20 años le tocó entrar al servicio militar. Lo destinaron a la Escuela de Caballería de Campo de Mayo, ingresó en el mes de febrero de 1975. Los dos primeros meses de instrucción fueron durísimos, no salió ni una sola vez del cuartel. Con papá y mamá fuimos varios fines de semana a visitarlo. Norberto siempre fue un chico bueno, tímido, callado. Era muy lindo, de piel muy blanca, delgado y alto. En el cuartel le encomendaron realizar tareas de oficina, además de estar a las órdenes de un teniente, al que le debía limpiar las botas, cuidar el caballo y obedecer en todo. Después de unos meses de estar haciendo el servicio militar comenzó a salir algunos fines de semana de franco. Me contaba que los militares los trataban muy mal. Durante las noches, en pleno invierno, hacían levantar a todos los soldados conscriptos y sin darles tiempo para vestirse los obligaban a hacer instrucción. Tenían que tirarse en el barro cuerpo a tierra, medio desnudos en un lugar descampado e inhóspito. Yo tenía mucho temor y esperaba ansiosamente el momento en que le dieran la baja, es decir, que terminara el servicio militar. Norberto era tan bueno y educado que el 20 de junio cuando hicieron la Jura de la Bandera, lo nombraron soldado dragoneante. Nuestros padres estuvieron presentes en ese acto. Cuando llegó el mes de octubre, ya le faltaba muy poco para terminar el servicio militar, por eso Beto salía de franco todos los fines de semana. Siempre los pasaba en casa, en Parque Patricios, ya que seguíamos viviendo donde habíamos nacido. El domingo 12 de octubre de 1975 fue el último día que estuvimos todos juntos. Como durante esa semana, el miércoles 15, era el cumpleaños de mamá, Norberto había pedido un permiso especial en el cuartel para venir ese día a casa. La noche anterior, el martes 14 de octubre, pasadas las 23 horas, las autoridades del cuartel le dijeron que podía irse. Como era tan tarde, Beto pidió quedarse hasta la mañana siguiente, pero según contaron unos soldados que estaban de guardia esa noche, lo obligaron a salir con el pretexto de que el franco ya estaba firmado y que por eso no podía permanecer en el cuartel. Nunca más supimos nada de Norberto. No llegó al cumpleaños de mamá. Jamás pudimos averiguar si realmente salió de Campo de Mayo Nadie lo vio tomar el colectivo. Beto desapareció cuando apenas tenía 21 años, el 14 de octubre de 1975. Mi mamá se enfermó gravemente en pocos meses y se suicidó ocho años después. Mi padre y yo buscamos a Beto en vano por comisarías, hospitales, pusimos avisos en los diarios, fuimos muchas veces al cuartel. Siempre recibimos la misma respuesta, que de ahí se había ido, que seguramente estaría con alguna novia y que ellos, los militares, iban a colaborar en la búsqueda. Por supuesto que esto no sucedió, nos querían sacar de encima y nos trataban como si fuéramos tontos. Durante muchos meses acudimos con mi padre a juzgados, comisarías, cementerios. Tuvimos encuentros con militares que eran conocidos de papá por su trabajo en el banco; sin embargo no logramos ninguna respuesta. Durante mucho tiempo lo esperé, lo busqué, creía verlo por la calle. Me imaginaba que un día iba a volver, que estaba en algún lado, que quizás estaba detenido y lo iban a dejar libre. Con el paso de los meses, todo empeoró, poco más de cuatro meses después fue el Golpe Militar del 24 de marzo de 1976. A partir de ese momento, todo se tornó demasiado peligroso. A mi padre en un juzgado le aconsejaron que no buscara más a su hijo porque corría peligro mi vida y la suya, la de mi papá. Nos podían desaparecer a nosotros, solo por esto, porque buscábamos una respuesta. Dónde estaba mi hermano, quiénes se lo llevaron, por qué. Ya pasaron más de 31 años, hace mucho tiempo comprendí que Norberto está muerto, que nunca más lo voy a volver a ver. No se qué hicieron con su cuerpo, por eso, mi hermano es un desaparecido, uno más entre los 30.000 que de manera tan feroz nos arrancó la dictadura militar.