Virginia Monzani de Andisco y Carlos Alberto Andisco detenidos-desaparecidos el 11 de febrero de 1977. Vistos en el Centro Clandestino de Detención y exterminio- Comisaría de Castelar.
Conocí a Virginia y Carlos en el momento y en el lugar equivocado. En el Centro Clandestino de Detención y Exterminio que funcionó en la comisaría de Castelar bajo las órdenes de las Fuerzas Armadas durante la última dictadura.
Lamento no haberlos conocido antes. Llevaba un tiempo ahí, después de haber pasado por otros centros clandestinos de la zona oeste cuando los trajeron una tarde. Lamento no haberlos conocido antes ni en otro lugar porque ahí tuvo la oportunidad de conocer a dos personas, a dos compañeros excepcionales. Maravillosos. Entregados a los otros.
Carlos estaba lleno de vida y contagiaba su energía.
Virginia era dulce y tierna y siempre tenía una palabra de aliento para el que se sentía abatido.
No se rendían. No claudicaban. Siguieron siendo ellos mismos, íntegros y enteros convencidos de su lucha.
Virginia era de las primeras en despertarse y desearnos los buenos días cargados de esperanza. En preocuparse por el estado de ánimo de cada uno.
Cuando la guardia estaba tranquilo o los miembros de la "patota" no estaban trabajando en la Comisaría podíamos comunicarnos por debajo de las puertas blindadas de las celdas. Conversar, charlar, cantar tratando de llenar el vacío de las horas muertas.
Virginia solía preguntarme, con su dulce y suave voz, cuando no estaba muy comunicativo ni participaba en las charlas:
¿Por qué estás tan "cayado" Rubén? ¿Estás triste? ¿Querés que te cante algo?
Y yo, siempre, le pedía que cantara "Palabras para Julia".
A pesar de los pesares.
No sé si afinaba o no, pero su canto me sonaba lo más parecido, si es que existen, y creo que no, al canto de los ángeles.
Ella cantaba como ninguna en medio del profundo silencio que nos embargaba. Pensando en tí. Ella pensaba en mí. Alguien pensaba en mí. En cada uno de los prisioneros acurrucados en la soledad de nuestras celdas oscuras, lúgubres y húmedas. Pensando en tí. En Pablo. Como seguramente ella pensaría en él, en su hijo, casi recién nacido, cuando cantaba esas palabras. En los hijos de los hijos. En el futuro. Como yo ahora pienso.
¿Alguien, afuera, en esa otra vida, pensaría en nosotros?
Seguro que sí.
Su dulce voz llenaba el vacío de ese tiempo detenido.
Ese tiempo cargado de espanto. En medio del horror, el hambre y la sed, de la muerte segura.
Cuando terminaba de cantar, en medio del silencio y la emoción contenida me preguntaba si me había gustado. Sólo le podía decir: ¡Gracias!
Así es que, a pesar de los pesares, también celebrábamos la vida y la esperanza. Porque a pesar de su intento de destruirnos física y psíquicamente no lograron convertirnos en bestias y seguíamos manifestando nuestra escencia humana.
También recuerdo, en medio de tanto horror y espanto, momentos de increíble felicidad como cuando Virginia nos comentó entre llantos, que había podido hablar con su madre y que ella le había asegurado que su hijo Pablo estaba con ella.
Para los detenidos que tenían hijos eso era un dolor, una tortura añadida. Para Carlos y Virgina como para Osvaldo, Puchi, Sopa. Como para Cori, que ya tenía una niña y estaba embarazada. Como para Liliana y Tatacho que esperaban su primer bebé.
La patota solía entrar golpeando las puertas a los gritos diciendo que nos teníamos que olvidar que teníamos familia e hijos. Que todos los chicos serian entregados a familiar normales y cristianas.
Por eso todos lloramos de emoción y felicidad cuando Virginia nos contó que Pablo estaba con sus abuelos. A salvo. Chiquito. Bebito. Tiernito. Con su familia. Vivo.
¿Qué tiempo tendría en esos momentos el pequeño Pablo? Un mes. Un mes y medio. Dos, tal vez. Tal vez dos, dos meses.
Carlos estaba en ese momento en la misma celda. Y durante el relato de Virginia me agarraba muy fuerte del brazo y entre lágimas atinaba a decirme: ¡Está vivo! ¡Pablo está vivo! ¡Está con los abuelos!
Recuerdo, imagino a Virginia con los ojos vendados y las manos atadas sentada en el altillo de la comisaría que los miembros de la patota utilizaban como sala de interrogatorio. Recuerdo el aliento entrecortado de Carlos mientras oíamos su relato. Virginia sintió el frío metálico de una pistola sobre su cien izquierda y algo que no pudo identificar en un primer momento en su oreja derecha. Era el auricular de un teléfono y a través de él oyó la voz familiar de su madre. Estaba hablando por teléfono con su madre. Ella atinó a decir quién era y, siguiendo las indicaciones que le daban, que estaba bien, en el extranjero, y, saltando las indicaciones que le daban logró preguntar por su hijo, por Pablo y alcanzó a oír que su madre le decía que estaba bien, que estaba con ella y antes que le cortaran la comunicación pudo decirle a su madre que lo cuide mucho. A él. A su hijo. A Pablo.
Carlos, como los otros padres, no dejaba de preguntarse por la suerte corrida por su hijo.
Y como no sabían si volverían a verlos nos hicieron prometer a todos que si alguien salía con vida de ahí, algun día, cuando fuese, aunque pasasen años, haríamos todo lo posible y lo imposible para buscarlos y decirles que sus padres lo recordaban siempre y que sus últimos pensamientos estuvieron dedicados a ellos. A sus hijos.
En muy pocas ocasiones pude verla. Nos encontramos alguna tarde que nos dieron unos minutos de recreo en el patio cubierto que daba a la gran celda con rejas y nos dejaron levantarnos las vendas que cubrían nuestros ojos.
La volví a ver otra tarde, al final del pasillo junto a nuetras celdas. Yo estaba con Carlos, con Puchi y Sopa al final del corredor junto a la última celda y la ví, como a lo lejos, recostada sobre el alfeizar de la ventana que daba al patio continguo charlando animadamente con Cori.
Nos dijeron que nos quedásemes quietos, que no nos moviéramos de donde estábamos y que hablásemos en voz baja y que podíamos levantarnos las vendas y que no hiciéramos "cagadas". ¿Qué podríamos hacer, en el estado en que nos encontrábamos? ¿Qué "cagada" podíamos hacer en esas circunstancias? Débiles, mareados, golpeados y sin fuerza para nada.
Y la vi. Las ví. Cori, chiquita como era, con su panza inmensa porque ya estaría de seis o siete meses de embarazo, hablaba con Virginia. No sé por dónde entraban unos rayos de sol que iluminaban sus rostros. Las dos hablaban y sonreían. ¿De qué hablarían tan animadamente? ¿De qué sonreirían? Me parecían dos madres primerizas sentadas en el banco de un parque en una tarde soleada. Me parecía la imagen de la vida y la esperanza. Las dos, tan llenas de vida y esperanza. Sonriéndole al futuro.
Fue la última vez que las vi.
Unas semanas después entraron golpeando las rejas y gritando mi nombre. Puchi, que estaba junto a mí, me dijo que seguramente me iban a legalizar y me deseó suerte. Carlos alcanzó a susurrar, mientras me abrazaba, un hasta siempre.
Nunca más volví a verlos.
Treinta años después, a pesar de los pesares, pude encontrarme con Pablo. Con el hijo de Carlos y Virginia. Porque la vida, como la lucha, a pesar de los pesares, continúa.
Rubén
Lamento no haberlos conocido antes. Llevaba un tiempo ahí, después de haber pasado por otros centros clandestinos de la zona oeste cuando los trajeron una tarde. Lamento no haberlos conocido antes ni en otro lugar porque ahí tuvo la oportunidad de conocer a dos personas, a dos compañeros excepcionales. Maravillosos. Entregados a los otros.
Carlos estaba lleno de vida y contagiaba su energía.
Virginia era dulce y tierna y siempre tenía una palabra de aliento para el que se sentía abatido.
No se rendían. No claudicaban. Siguieron siendo ellos mismos, íntegros y enteros convencidos de su lucha.
Virginia era de las primeras en despertarse y desearnos los buenos días cargados de esperanza. En preocuparse por el estado de ánimo de cada uno.
Cuando la guardia estaba tranquilo o los miembros de la "patota" no estaban trabajando en la Comisaría podíamos comunicarnos por debajo de las puertas blindadas de las celdas. Conversar, charlar, cantar tratando de llenar el vacío de las horas muertas.
Virginia solía preguntarme, con su dulce y suave voz, cuando no estaba muy comunicativo ni participaba en las charlas:
¿Por qué estás tan "cayado" Rubén? ¿Estás triste? ¿Querés que te cante algo?
Y yo, siempre, le pedía que cantara "Palabras para Julia".
A pesar de los pesares.
No sé si afinaba o no, pero su canto me sonaba lo más parecido, si es que existen, y creo que no, al canto de los ángeles.
Ella cantaba como ninguna en medio del profundo silencio que nos embargaba. Pensando en tí. Ella pensaba en mí. Alguien pensaba en mí. En cada uno de los prisioneros acurrucados en la soledad de nuestras celdas oscuras, lúgubres y húmedas. Pensando en tí. En Pablo. Como seguramente ella pensaría en él, en su hijo, casi recién nacido, cuando cantaba esas palabras. En los hijos de los hijos. En el futuro. Como yo ahora pienso.
¿Alguien, afuera, en esa otra vida, pensaría en nosotros?
Seguro que sí.
Su dulce voz llenaba el vacío de ese tiempo detenido.
Ese tiempo cargado de espanto. En medio del horror, el hambre y la sed, de la muerte segura.
Cuando terminaba de cantar, en medio del silencio y la emoción contenida me preguntaba si me había gustado. Sólo le podía decir: ¡Gracias!
Así es que, a pesar de los pesares, también celebrábamos la vida y la esperanza. Porque a pesar de su intento de destruirnos física y psíquicamente no lograron convertirnos en bestias y seguíamos manifestando nuestra escencia humana.
También recuerdo, en medio de tanto horror y espanto, momentos de increíble felicidad como cuando Virginia nos comentó entre llantos, que había podido hablar con su madre y que ella le había asegurado que su hijo Pablo estaba con ella.
Para los detenidos que tenían hijos eso era un dolor, una tortura añadida. Para Carlos y Virgina como para Osvaldo, Puchi, Sopa. Como para Cori, que ya tenía una niña y estaba embarazada. Como para Liliana y Tatacho que esperaban su primer bebé.
La patota solía entrar golpeando las puertas a los gritos diciendo que nos teníamos que olvidar que teníamos familia e hijos. Que todos los chicos serian entregados a familiar normales y cristianas.
Por eso todos lloramos de emoción y felicidad cuando Virginia nos contó que Pablo estaba con sus abuelos. A salvo. Chiquito. Bebito. Tiernito. Con su familia. Vivo.
¿Qué tiempo tendría en esos momentos el pequeño Pablo? Un mes. Un mes y medio. Dos, tal vez. Tal vez dos, dos meses.
Carlos estaba en ese momento en la misma celda. Y durante el relato de Virginia me agarraba muy fuerte del brazo y entre lágimas atinaba a decirme: ¡Está vivo! ¡Pablo está vivo! ¡Está con los abuelos!
Recuerdo, imagino a Virginia con los ojos vendados y las manos atadas sentada en el altillo de la comisaría que los miembros de la patota utilizaban como sala de interrogatorio. Recuerdo el aliento entrecortado de Carlos mientras oíamos su relato. Virginia sintió el frío metálico de una pistola sobre su cien izquierda y algo que no pudo identificar en un primer momento en su oreja derecha. Era el auricular de un teléfono y a través de él oyó la voz familiar de su madre. Estaba hablando por teléfono con su madre. Ella atinó a decir quién era y, siguiendo las indicaciones que le daban, que estaba bien, en el extranjero, y, saltando las indicaciones que le daban logró preguntar por su hijo, por Pablo y alcanzó a oír que su madre le decía que estaba bien, que estaba con ella y antes que le cortaran la comunicación pudo decirle a su madre que lo cuide mucho. A él. A su hijo. A Pablo.
Carlos, como los otros padres, no dejaba de preguntarse por la suerte corrida por su hijo.
Y como no sabían si volverían a verlos nos hicieron prometer a todos que si alguien salía con vida de ahí, algun día, cuando fuese, aunque pasasen años, haríamos todo lo posible y lo imposible para buscarlos y decirles que sus padres lo recordaban siempre y que sus últimos pensamientos estuvieron dedicados a ellos. A sus hijos.
En muy pocas ocasiones pude verla. Nos encontramos alguna tarde que nos dieron unos minutos de recreo en el patio cubierto que daba a la gran celda con rejas y nos dejaron levantarnos las vendas que cubrían nuestros ojos.
La volví a ver otra tarde, al final del pasillo junto a nuetras celdas. Yo estaba con Carlos, con Puchi y Sopa al final del corredor junto a la última celda y la ví, como a lo lejos, recostada sobre el alfeizar de la ventana que daba al patio continguo charlando animadamente con Cori.
Nos dijeron que nos quedásemes quietos, que no nos moviéramos de donde estábamos y que hablásemos en voz baja y que podíamos levantarnos las vendas y que no hiciéramos "cagadas". ¿Qué podríamos hacer, en el estado en que nos encontrábamos? ¿Qué "cagada" podíamos hacer en esas circunstancias? Débiles, mareados, golpeados y sin fuerza para nada.
Y la vi. Las ví. Cori, chiquita como era, con su panza inmensa porque ya estaría de seis o siete meses de embarazo, hablaba con Virginia. No sé por dónde entraban unos rayos de sol que iluminaban sus rostros. Las dos hablaban y sonreían. ¿De qué hablarían tan animadamente? ¿De qué sonreirían? Me parecían dos madres primerizas sentadas en el banco de un parque en una tarde soleada. Me parecía la imagen de la vida y la esperanza. Las dos, tan llenas de vida y esperanza. Sonriéndole al futuro.
Fue la última vez que las vi.
Unas semanas después entraron golpeando las rejas y gritando mi nombre. Puchi, que estaba junto a mí, me dijo que seguramente me iban a legalizar y me deseó suerte. Carlos alcanzó a susurrar, mientras me abrazaba, un hasta siempre.
Nunca más volví a verlos.
Treinta años después, a pesar de los pesares, pude encontrarme con Pablo. Con el hijo de Carlos y Virginia. Porque la vida, como la lucha, a pesar de los pesares, continúa.
Rubén